El servicio que brinda el Registro Automotor es escandaloso por donde se lo mire. La infernal burocracia, las tasas exorbitantes que se cobran y la opacidad inaceptable de la forma en que se adjudican sus rentables titularidades exigen un rediseño completo.
«negocio privado con escudo público»
En ese sentido, la diputada Alicia Ciciliani (FAP) presentó un proyecto de ley –prolijamente cajoneado– para reformar el sistema que según ella factura 1.600 millones de pesos al año (2011), de los cuales el 80% va a parar a manos de los encargados.
En el Registro que me corresponde (San Martín de los Andes) la burocracia es tan inútil como desesperante. Para los individuos el costo de los trámites es descocado, llegándose fácilmente a sumas de entre 5.000 y 15.000 pesos por auto. Se cobra un «sellado» inconstitucional sobre los autos no comprados en la provincia.
Los clientes son cautivos, la justificación de los aranceles es insondable y la cantidad de trámites de pago resulta increíblemente ridícula. Te cobran hasta por decirte cuánto debés o, incluso, por decirte que no debés nada: son las fotocopias o impresiones más caras del mundo. Tendrán, sin duda, una justificación que remite a una injusticia en un nivel más alto y así hasta el infinito, como todo.
El servicio del registro ni siquiera incluye la verificación física del vehículo, por lo cual uno tiene que ir a la Policía. Para el caso de las pymes, el universo kafkiano se agrava, teniendo que presentar para cada auto parvas de papeles notariados y carísimos, sin utilidad aparente. El público abarrota las insuficientes instalaciones.
Los registros del automotor pertenecen (según «usos y costumbres») a los políticos o sus amigos/parientes.
A esta altura del desarrollo de internet resulta inaceptable que la transferencia de un vehículo no se pueda realizar por esa vía de una manera sencilla, eficiente y barata. Ya es urgente que el Estado se ocupe de rediseñar, digitalizar y abaratar drásticamente este adefesio ideado en los 90, terminando con este negociado vergonzoso.
Miguel de Larminat